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Página 1 de 2 ¿Quiénes construyeron las catedrales?
Los constructores medievales llevaban una vida muy distinta de la de sus contemporáneos de otras actividades. Viajaban de ciudad en ciudad y de país en país construyendo edificios, en una época en la que, por lo general, la gente vivía y moría en su pueblo natal sin alejarse más allá de unos pocos tiros de ballesta. Sus comitentes eran los poderosos obispos y Capítulos que encomendaban la construcción de las catedrales, los reyes, para quienes construían palacios y castillos, y los señores a quienes el rey daba permiso de castillar.
Los constructores eran libres, estaban organizados en gremios y debían pagar impuestos a la corona. En ocasiones, la libertad de que gozaban se veía vulnerada debido a que eran forzados a trabajar en los castillos del rey o de los señores gracias al poder de requisa que éstos tenían sobre aquellos. Lo hacían de mala gana y a veces, incluso, huían para probar suerte por otros lares.
El gremio de la construcción estaba estratificado por oficios y jerarquías y se regía por estatutos de usos y costumbres dictados por el rey en conformidad con los integrantes del mismo. Estos estatutos se sancionaban a los efectos de mantener un alto grado de calidad profesional.
En la base de la organización gremial se encontraban los peones. Éstos provenían de la clase de los desarraigados, la cual estaba formada por personas que, huyendo de sus señores o perteneciendo a familias numerosas, migraban de los campos hacia la ciudad en busca de oportunidades. Si bien los peones no cobraban un gran salario, la organización meritocrática del gremio les permitía ascender por medio de su inteligencia o de su capacidad de trabajo y convertirse en obreros especializados o, inclusive, adquirir la experiencia y hacer los estudios necesarios para ser arquitectos. Los peones hacían las zanjas para cimientos, llevaban materiales y herramientas de un lugar a otro dentro de la obra, etc.
En un nivel superior se encontraban los yeseros y los morteleros. Los primeros eran los encargados de preparar el yeso para revestir las paredes. Los segundos elaboraban las mezclas o morteros para asentar las piedras. Para llegar a ser maestros en el oficio, estos operarios debían trabajar durante seis años bajo las órdenes de un maestro. Era frecuente que hubiera mujeres entre los integrantes de este oficio. El gremio de París cobraba un derecho de admisión a quienes quisieran desempeñarse en la actividad y establecía multas de hasta cinco sueldos a quienes hicieran mal una mezcla.
Otro nivel lo ocupaban los albañiles. Éstos debían colocar las piedras. Suspendían el trabajo durante el invierno puesto que el frío podía congelar las mezclas. En esta estación, cubrían con paja y estiércol las partes superiores de las paredes -para que el agua de lluvia no se filtrara dañando las juntas y las piedras- y se iban a hacer otros trabajos; los que sabían labrar la piedra se dedicaban a ello, los que poseían tierras se dedicaban a su explotación, los que tenían carretas se las alquilaban al Capítulo para transportar materiales, otros, simplemente, se volvían a sus lugares de origen para reunirse con sus familias.
También estaban los picapedreros. Éstos trabajaban en las canteras donde desbastaban las piedras que luego serían llevadas en carretas hasta la obra en construcción. Trabajaban en cuadrillas de ocho bajo la supervisión de un maestro picapedrero. Las medidas de las piedras estaban estandarizadas debido a que, muy frecuentemente, el oficio era desempeñado a destajo. Esta modalidad se debía a que muchos de los picapedreros que llegaban a las canteras a trabajar no eran conocidos por los empleadores. Generalmente, una vez que hubieran demostrado su pericia en el oficio, empezaban a cobrar a jornal. Los destajistas hacían marcas en las piedras labradas a fin de que sus empleadores pudieran comprobar la cantidad de unidades elaboradas por cada obrero y la calidad de su trabajo. Estas marcas, generalmente, consistían en una o varias letras del nombre del operario, rara vez grababan el nombre entero. En ocasiones, los grabados eran dibujos de herramientas de trabajo o formas geométricas. Estas marcas se pueden ver todavía en varias iglesias medievales. Algunas saltan a la luz cuando se produce un derrumbe o cuando, por alguna refacción, se sacan las piedras originales de su lugar. En otros casos, aparecen a simple vista. Ello no debe extrañarnos puesto que, originalmente, las paredes estaban revestidas de yeso y pintadas. Por eso no importaba a los albañiles que las marcas quedaran a la vista o, incluso, dadas vuelta. Sólo mucho después, cuando las iglesias fueron enjalbegadas, las marcas se hicieron visibles. Con el correr del tiempo, estos grabados en la piedra se convirtieron en un sello personal. A veces, los mismos arquitectos firmaban las obras mediante ellos. Las marcas de destajistas no deben confundirse con las de posición. Éstas eran las que permitían a los albañiles saber la ubicación en el edificio de cada una de las piedras y esculturas. No han faltado quienes erróneamente atribuyeran significados esotéricos a estos grabados pétreos.
Un grado mayor que el de los picapedreros era el de los canteros. Éstos labraban las piezas más elaboradas del edificio: pináculos, gárgolas, rosetones, esculturas, etc. La figura del escultor individual a la que estamos habituados empezó a surgir en las postrimerías de la Edad Media, cuando las circunstancias generales permitieron una mayor libertad de creación y finalmente la independización de ese arte. Pero, en el medioevo, entre esculpir un pináculo o una estatua había una diferencia de grado pero no de naturaleza. Por otro lado, la iconografía a esculpir era rigurosamente establecida por el Capítulo, lo cual limitaba bastante la libertad de creación.
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